Aprieto los dientes y sigo cortando en pedazos, todavía tengo que darme demasiada prisa como para poder pensar en todo este horror, además tengo que poner muchísimo cuidado de no cortarme un dedo. 

 

Al día siguiente cojo prestados unos guantes de trabajo de una compañera de estudios que ya ha superado todo esto. Y dejo de contar los cerdos que pasan chorreando por mi lado. También dejo pronto de usar guantes de goma. Es realmente espantoso revolver en los cadáveres calientes con las manos desnudas, pero como al final acabas pringada hasta los hombros, la mezcla pegajosa de líquidos corporales se te mete en los guantes, así que se los puede ahorrar una. ¿Para qué hacen películas de terror si ya existe esto?

Pronto se desafila el cuchillo: ‘¡Démelo – yo se lo afilo!’ El abuelete simpático, en realidad un veterano inspector de matadero, me hace un guiño. Una vez me ha devuelto el cuchillo afilado charla un poco, me cuenta un chiste y vuelve al trabajo. A partir de entonces me toma un poco bajo su protección y me enseña un pequeño truco que hace más fácil el trabajo en cadena. ‘¿A usted no le gusta todo esto, verdad? Ya lo veo. Pero hay que pasar por esto.’ No puedo encontrarlo antipático, él se esfuerza mucho por animarme un poco. También la mayoría de los otros se esfuerzan por ayudarme: por supuesto que se ríen de los muchos practicantes que pasan por aquí y que al principio hacen su trabajo asustados y luego continúan con los dientes apretados. Pero lo hacen sin mala intención, no hay mala leche. Esto me hace pensar que – quitando algunas excepciones – no considero en absoluto que la gente que trabaja aquí sean monstruos, solamente se han embrutecido, como me pasaría a mí con el tiempo. Eso es autoprotección. No, los auténticos monstruos son todos los otros que encargan a diario este asesinato en masa, que con su ansia de comer carne obligan a los animales a una existencia miserable y a un final aún más miserable – y a otras personas a un trabajo humillante y embrutecedor.

Poco a poco me voy convirtiendo en una pequeña ruedecita de este monstruoso mecanismo de la muerte. Llega un momento en el que, en el transcurso de las interminables horas, los movimientos monótonos se hacen mecánicos y agotadores. Casi ahogada por la cacofonía ensordecedora y el indescriptible horror presente por todas partes, la razón toma el mando, se impone sobre los sentidos abotargados y empieza a funcionar de nuevo. Discierne, ordena, intenta comprender, pero es imposible.

Cuando me doy cuenta conscientemente por primera vez – el segundo o tercer día – de que los cerdos desangrados, quemados y aserrados todavía se contraen y menean la colita, me quedo petrificada. ‘Oiga – todavía se mueven...’, le digo a un veterinario que pasa por allí, aunque ya sé que se trata sólo de contracciones nerviosas. Él sonríe irónicamente: ‘¡Maldición, alguien ha vuelto a cometer un error – no está completamente muerto!’ Un pulso fantasmal hace temblar a los cerdos abiertos en canal, por todas partes.Un gabinete del horror. Me quedo helada hasta la médula. 

 

Una vez en casa me tumbo en la cama y me quedo mirando fijamente al techo. Horas y horas. Todos los días. Mi entorno reacciona con irritación. ‘No pongas esa cara de pocos amigos. Sonríe. Tú querías ser veterinaria por encima de todo.’ Veterinaria, no matarife. No puedo soportarlo más. Estos comentarios. Esta indiferencia. Esta naturalidad con que se acepta la muerte. Quisiera hablar, tengo que hablar, sacar lo que llevo dentro. Me ahogo. Quisiera hablar del cerdo que no podía seguir andando y estaba ahí tirado con las patas abiertas, y le dieron patadas y golpes hasta que lo metieron a palos en la celda de matanza. Más tarde lo examiné cuando pasó colgando a mi lado troceado: a ambos lados de los muslos tenía desgarres musculares. Fue el número 530 de las matanzas de aquel día, nunca olvidaré esta cifra.